El mundo que sí quiero

Mi primera manifestación pública fue por el asesinato de Jorge Mercado y Javier Arredondo, estudiantes abatidos por militares en la entrada de mi alma máter en 2010. Nos vestimos de blanco y dentro del estadio de la universidad escuchamos al rector condenar la violencia desatada por la militarización de las calles de Monterrey en la guerra fallida contra el narco. Dos días después de la protesta institucional las autoridades educativas nos pidieron “dejar el pasado atrás” y “mirar al futuro”, mientras el caso era archivado en impunidad. Los compañeros que se vistieron de negro e hicieron un happening simulando su propia muerte en los pasillos fueron escoltados a la puerta de su casa de estudios, los que empezaron a organizarse fuera de las aulas para pintar murales de memoria y dar acompañamiento a las familias, fueron duramente cuestionados y el rector que había osado convocar a marchar dejó pronto de serlo. La movilización al interior de la escuela no duró mucho pero desató una mágica ola de consciencia, de contacto con otras personas y realidades que anteriormente ya he narrado.

“Quien no se mueve no siente sus cadenas” decía por aquel entonces (citando a Rosa Luxemburgo) una activista que en su tiempo admiré bastante. A fuerza del contacto iniciado con estudiantes de otras universidades, también preocupados por la seguridad, pronto empecé a sentir empatía por causas que antes me fueron ajenas, como la desigualdad. Coyunturalmente nos atravesó justo después la noticia de Enrique Peña Nieto metiéndose al baño tras los cuestionamientos que le hicieron en la Universidad Iberoamericana sobre la matanza de Atenco. En mi segunda manifestación pública Yo fui 132 con un montón de juventudes que iban dándose cuenta empíricamente de cómo la manipulación mediática atentaba contra el derecho de acceso a la información y afectaba la democracia.

Marché varias veces en la Macro Plaza y luego en avenida Reforma hasta las puertas de Televisa. Hacía mucho que no veía la televisión por cable, pero las consignas de “Apaga la tele, prende un libro” y “Televisa te idiotiza” igual me hicieron reflexionar mucho sobre los contenidos televisados que consumí en la infancia. Mirarlos críticamente. En esta movilización empecé a observar estrategias clásicas de desmovilización. Reventadores creando caos, medios de comunicación enfocando sus cámaras sesgadamente únicamente en hechos aislados de violencia. Estereotipación de conductas que como estudiante de sexto semestre no alcanzaba a ver, pero que más adelante en mi formación académica aprendería a identificar como criminalización de la protesta social.

Solidarizada como ya estaba, me uní a muchísimas manifestaciones más. La Caravana por la Paz con Justicia y Dignidad que recorrió todo el país tras la muerte del hijo de un poeta. Las Caravanas de madres de migrantes buscando a sus hijos cada 10 de mayo. Las marchas tras el escándalo de la guardería ABC y en busca de las cada vez más personas desaparecidas en el país. Pasé años ejerciendo un derecho sin interiorizarlo del todo. No fue sino hasta que un profesor de l´École de Sciences Politiques de Rennes, donde cursaba la especialidad, nos envió a hacer observación participante durante una manifestación contra la nuclearización energética que tuve mi primera incursión analítica sobre la protesta social. Mirar, desentrañar todo aquello que había vivido en carne tantas veces desde una perspectiva rigurosa y comprensiva. Su papel socialmente pedagogizante para desnormalizar constructos sociales que se presumen incuestionables. El valor de la recuperación del espacio público para la formación del tejido social y organización comunitaria. La fuerza sanadora de la solidaridad. La naturaleza efervescente e incandescente de su espontaneidad. Sus alcances y limitaciones como estrategia política. Su trascendencia y rol en las reivindicaciones sociales de todos los tiempos.

Pasé mi vida estudiantil “de marcha en marcha”, inmersa en movilizaciones sociales, mientras que, paralelamente organizábamos espacios culturales, de reflexión o de encuentro. Foros, talleres, jornadas de sensibilización. Todo lo que nos permitiese imaginar, repensar y transformar aquello frente a lo que nos manifestábamos. Un camino arduo, que obligaba a caminar como se habla. De broma, papá decía que parecía que estudiaba más bien la licenciatura en coffe breaks porque me la pasaba organizado eventos. Y en parte así fue. Moverme en colectivo marcó sin lugar a dudas mi camino personal y profesional.

Ergo, no lo dudé al salir a exigir justicia por los 43 jóvenes desparecidos en Ayotzinapa en septiembre de 2014. Ahora acompañada de colegas profesionistas -como yo- de los derechos humanos. Defensores y defensoras. Salí a todas las marchas, cada 30 días durante meses. En otro tiempo y en otro espacio, encontré los mismos métodos. Estigma y sesgo informativo. Camarógrafos enfocando detenidamente vidrios rotos junto a mares de personas caminando pacíficamente con veladoras en mano, a grito ahogado de “Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos”. Aunque eso ya no me sorprendía, si me impactaba que hubiese quienes desde la comodidad de un sillón eligieran fiarse de televisión y redes sociales antes que salir a ver con sus propios ojos a sus conciudadanos. Porque solo poniendo ahí el cuerpo puede sentirse la enigmática vibración del encuentro.  El dolor colectivo en la piel. El alivio de no estar solos, de que lo que nos mueve importa a otros y otras. Me asombraba que hubiese quienes reclamaban “ponerse a trabajar” a aquellos que aletargaban “el tráfico”, antes de preguntarse por qué lo hacían o buscar alternativas viales. No he conocido hasta ahora nadie que salga a protestar, exponiéndose al estigma o la represión, por gusto, por ocio o porque no tiene bendita la cosa que hacer un jueves por la tarde.

En todos estos años también aprendí que existen distintos perfiles de manifestantes y formas de manifestarse. En el octubre rojo de Chile, donde pasé seis de los días más angustiantes de mi vida, crucé barricadas entre rostros cubiertos para protegerse del lacrimógeno que los camiones les rociaban. Afuera del país condenaban como se cubrían esos “vándalos” que no querían ser reconocidos. Yo me cubrí porque era imposible salir al mercado sin sentir el ardor en ojos y garganta. Qué fácil es hablar sin saber. Atestigüé una intensidad de la protesta directamente proporcional a la escalofriante represión del gobierno de Piñeira. La violencia estructural de una sociedad profundamente polarizada junto a la humanidad de una sociedad resuelta a reinventarse. “Ojalá los maten”, nos sentenció una vecina mientras mirábamos la persecución tras las rejas del zaguán. Afuera, las juventudes arrancando y rompiendo sin piedad trozos de una transnacional automotriz, eran las mismas que se prevenían para no quemar la tabla con la que el “tata” (anciano) salía a vender revistas o los tablones de la escuela primaria (conquista de la movilización estudiantil); ayudaban a los vendedores ambulantes a cruzar la cortina de lacrimógenos para sacar su mercancía, cuidaban locales comerciales de los saqueos y organizaban jornadas de auto cuidado comunitario durante los toques de queda a las que después supe se había unido la misma vecina.

En la mayoría de las manifestaciones en las que he participado coincido con personas con determinada preparación académica, conciencia social o experiencia. Universitarios, víctimas, luchadores sociales. Pero el mundo también ha sido azotado en todos los tiempos por olas de movilizaciones con pancartas abiertamente xenófobas y fascistas. México dio buena cuenta de ello en el último año. Por más grotesco que me parezca utilizar las libertades propias para intentar vejar las ajenas, no deja de parecerme intrigante e interesante como fenómeno que empuja la historia. Entre más comprendo la complejidad de la manifestación pública más banales e infructuosos me parecen las preguntas sobre la (in)utilidad o las “maneras correctas” de la protesta.

Mi primera manifestación específicamente sobre mujeres fue en abril de 2016. En el contexto mexicano, donde se registraban la epidemia de embarazos adolescentes y una ola creciente de feminicidios, el Día Internacional de la Mujer se vivió ese año como el #8MCambiaElSistema y el mes siguiente tuvo lugar la marcha nacional #NiUnaMenos en contra de todas las formas de violencia, discriminación laboral y desigualdad. Mi esposo caminó por las calles de Querétaro con un cartel que decía “Nací hombre no macho”, yo con mi vientre de siete meses y medio de embarazo. Un día después fui despedida con lujo de violencia nada más y nada menos que de la Defensoría de Derechos Humanos.  Me despedían por, cito a la entonces jefa de atención a víctimas quien a su vez decía citar al titular, “estar en una condición en la que no podía seguir el ritmo del resto del equipo”. A mi esposo le dieron incentivos económicos en su trabajo porque estaba por convertirse en papá.

En lo que iba del año me había tocado atender y asesorar a por lo menos 14 mujeres víctimas de violencia, solo dos hombres. De modo que para mí no era una estadística, plática de sobre mesa ni publicación de Facebook, sino la realidad que miraba día a día. Encarnada, enraizada y clara como el agua. Sin embargo, me apena reconocer y lamento profundamente, que hasta entonces lo observaba como algo ajeno a mí. Siempre fui una mujer privilegiada, que viajó cuanto le dio la gana, con acceso a todas las oportunidades de estudio y por ende de empleo. Y a pesar de que compartía experiencias incómodas comunes con millones de mujeres, como el acoso sexual callejero, no siempre sentía la inquietud por denunciarlas públicamente.

Mi, como le llamarían algunas colegas, “deconstrucción patriarcal” siguió un camino distinto, aunque paralelo al de la lucha social. Un camino más personal, más íntimo. El feminicidio de una colega cercana y las confesiones de al menos cinco de mis amigas golpeadas por sus ex parejas, al término de la maestría, me llevaron a preguntarme en uno de mis textos sobre la pertinencia de “ser o no ser feminista” porque para entonces, para algunas ya lo era por empezar a cuestionarme y para otras no lo era por no cuestionar suficiente. Concluía racionalmente que no necesitaba serlo, pues nunca me he sentido cómoda ni con los “ismos” ni con las etiquetas. Intuitivamente también esbozaba cercanía. El feminismo, como corriente política y movimiento social me inspiraba respeto. No coincidía con un montón de cosas que típicamente se le asocian, pero en realidad no tenía que hacerlo, porque el feminismo era en realidad los feminismos. Un abanico de pensamiento cuyos debates internos permitían infinidad de posturas respecto a la pornografía, el alquiler de vientres, la prostitución y un larguísimo etcétera. Tres cosas iban quedándome claras, eso sí. El legado –lo reconociese  o no- de la lucha feminista en mi vida cotidiana, la relevancia de sus cuestionamientos para la realidad contemporánea y la importancia de no hablar desde lo que se desconoce.

Con hashtags como #MiPrimerAcoso, #SiTeMatan o #MeeToo, durante los últimos años fueron revelándose terribles prácticas sistemáticas, tumbándose tabúes, rompiéndose silencios tóxicos y abriéndose fuertes dilemas sociales. A nivel personal, a muchas mujeres y hombres estos ejercicios nos permitieron indagar, resignificar y comenzar a sanar algunos episodios dolorosos de nuestras vidas. Pero en definitiva, feminista o no, si algo me sensibilizó en la vida al enfoque de género, más que los debates públicos, fue engendrar una hija y encarnar la maternidad.Los miedos sobre riesgos que antes no consideraba. La marejada de prejuicios externos hacia nuestros roles domésticos y de crianza que nos lastimaban como familia. Aspiraciones e inclinaciones que no cuadraban con los canones. Hacernos cargo de ello nos llevó a emprender un recorrido juntos; yo en mi emancipación, evitando caer en victimismo, él en su masculinidad. Debo decir que ha sido uno de los andares más difíciles pero también más hermosos de nuestro camino juntos, que, sin duda, nos ha fortalecido.

Aquella, la del despido, había sido mi última manifestación pública hasta este fin de semana. Un par de veces me asomé al final de la huelga global contra el cambio climático y de las marchas contra la tala de árboles en la ciudad, pero más como transeúnte que como participante. Dejé de marchar por el amarguísimo sabor de boca de haber renunciado puertas adentro a los derechos por los que clamaba en las calles. Aunque con el tiempo entendí que  aquello había tenido más que ver con mi circunstancias que con mis capacidades o convicciones.

El domingo pasado decidí acudir a la marcha de último minuto. Lo dudé mucho por lo polarizado que habían hecho el tema los oportunismos políticos y la irresponsable postura del presidente de la república. Sin embargo, pasados los años, vuelta la entereza, sentía que quería estar ahí para otras, como me habría gustado que estuviesen para mí antes. Así que fui sin previo aviso y con la compañía menos esperada. Me puse el paliacate rojo y un moño negro en la muñeca en señal de pena por todas las mujeres violentadas del mundo. Esto porque mi acompañante era parte del contingente zapatista de mujeres que luchan, que se cubren el rostro, no por clandestinidad, sino porque al fundirse en  una misma lucha todas son una. Me puse el pañuelo verde en la otra muñeca, aunque no milito a favor del aborto y sin por ello militar tampoco en contra, porque lo sugerían para distinguirse de las acarreadas de cierto partido político. Honestamente, aunque me enoja el oportunismo, no me preocupó la presencia de mujeres que difícilmente se hubiesen parado ahí de otro modo, porque pensé que sería una oportunidad única para sensibilizarse. A decir verdad me sentí un poco incómoda portando elementos que no me son familiares.  No porque me asustara portarlos, sino porque no tenía ganas de sentir el rechazo de otros frente a ellos. Como la señora que pasó asqueada diciendo “mira cómo se cubren”. No obstante, muy pronto me sentí acogida y segura dentro del contingente.

Llegando a Plaza Constitución empecé a encontrarme con mujeres de todos mis entornos. Colegas docentes, alumnas universitarias, la maestra de yoga, ex compañeras de estudios. Todas proactivas en sus comunidades. Mis ojos se llenaron repentinamente de lágrimas cuando divisé a las maestras de la estancia infantil de mi hija junto a un cartel que decía “Marcho hoy, paro mañana, para que mis alumnas vivan sin miedo”.

Los contingentes fueron saliendo en orden. Primero la batucada al golpe de los tambores, luego familiares de asesinadas y desaparecidas cargando cruces rosas con nombres y fotografías. La piel se me enchinó cuando llegó el turno al contingente de madres portando a las crías con sus fulares. Al encontrar ahí otro par de conocidas no pude evitar soltar un alarido tribal cargado de gratitud con esa tribu que me ha acogido en una nueva ciudad, tan amorosamente como mi propia familia.

Hacía tanto que no marchaba que me sentía un poco fuera de lugar. Me limité a caminar con los brazos a los costados observando los rostros, leyendo los carteles y escuchando las consignas. Algunas con las que coincidía, como “ni una más”, otras con las que no, como la de “verga violadora a la licuadora.” Otras que me intrigaban. “Mujer escucha esta es tu lucha.” “Ahora que estamos juntas, ahora que sí nos ven. Abajo el patriarcado se va a caer se va caer.” “No se va a caer lo vamos a tirar”. En medio del andar, me escuché de pronto gritando “Señor, señora, no sea indiferente, se mata a las mujeres en la cara de la gente.” Me había cimbrado hondo lo indescriptible de la expresión de los escuchas que nos miraban pasar a un costado de la calle al momento en que inició la consigna. Asimilando, procesando. Ancianas levantando el dedo pulgar en señal de apoyo desde sus ventanas. Mujeres aplaudiendo, gritando junto con nosotras espontáneamente desde afuera, donde esperaban el camión o el verde en el semáforo. Hombres también. Detuvimos el tráfico poco más de dos horas sobre avenida Zaragoza. Al ver la fila de autos creí que recibiríamos mentadas de madre. Sorprendentemente los automovilistas parados como en la autopista del sur de Cortázar nos miraban en silencio e incluso se escucharon algunos bocinazos de apoyo.

Los actos de violencia, que no me constan porque en tres horas de marcha no vi ninguno, resultaron como siempre marginales. No romantizo ni las causas ni los métodos. A lo largo de la caminata estuve en contacto con consignas y conductas que no comparto. Algunas, como la pinta con aerosol, más por estrategia política que por corrección. Porque siento que generan un rechazo social innecesario que no sé si ayuda. Otras por inclinación, como el joven que acompañaba a su novia a un costado de la marea verdi-violeta, corrido a grito de “fuera hombres”. Porque creo que la desigualdad entre géneros no debería ser ni parecer “un tema de mujeres”. Porque quisiera ver hombres saliendo masivamente a sensibilizar a otros, visibilizando con contundencia el problema y haciéndose cargo  de su parte. Porque creo que el cambio profundo solo puede venir junto con ellos y su deconstrucción. No como acto de heroísmo sino de conciencia y compromiso. Algunas otras porque creo que pueden ser confusas o contraproducentes. Como la consigna de “Hay que abortar, hay que abortar” que a la distancia sugiere una apología del aborto, uno de los temas más álgidos y malentendidos de las reivindicaciones contemporáneas, pero que solo estando cerca descubres en realidad dice: “Hay que abortar este sistema patriarcal.”

Aunque no siempre coincida, entiendo. Entiendo la decisión separatista, tanto desde el punto de vista del poder simbólico como desde el de resguardarse de agresores que se cuelan en la marcha. Nuestros hombres, entendiéndolo también, esta vez se hicieron a un lado. Entiendo la importancia de que los íconos y monumentos reflejen el sentir de los tiempos, como lo entendió el escultor que deseó que su escultura quedase pintada como “testimonio de las manifestaciones sociales y democráticas” o la Universidad de Guadalajara que anunció no borraría sus paredes hasta “atender  cada una de las denuncias e ideas”; pero sobre todo la impotencia de ir intentando todos los caminos sin que la respuesta sea distinta. Recordemos que al inicio de esta escalada de formas de protestar hubo brillantinas y bailes que fueron recibidos con críticas y burla. Igual de criticadas fueron esta vez salir a expresar el sentir colectivo que -literalmente- quedarse en casa a no hacer nada. Démonos cuenta. Definitivamente aunque no pintaría ningún muro, especialmente los recintos virreinales que para mí guardan vestigios importantes de memoria, limpiaría mi pared cuantas veces fuera necesario. Porque mi respuesta no es decir lo que “deberían” hacer. Mi pregunta es ¿por qué sienten la necesidad de hacerlo?, ¿por qué a pesar de saberse expuestas al rechazo social lo siguen haciendo?, ¿quién dijo que portar el estigma de una época era cómodo? y ¿cómo hacemos que ya no sientan la necesidad de hacerlo?

Como funcionaria de ventanilla y monitora de políticas públicas, tras años viendo como la indolencia institucional falla una y otra vez dejándonos desprotegidas, claro que lo entiendo. Mientras escuchaba elevarse al cielo la consigna de “te limpio tu pared cuando me devuelvas a mis hermanas” me cruzaron por la mente el temor en los ojos de la chica y su madre que denunciaron al sujeto que se brincaba desnudo a su azotea y las tres pequeñas a merced del comprobado abuso sexual paterno ante un sistema de justicia incapaz de retirar la custodia por sospecha infundada de alienación parental. La impotencia que sentía entonces de que los documentos con mi firma alegando Belem Do Pará y el Interés Superior de la Infancia no iban a ser suficientes ante toda la cadena de misógina burocracia. Desde ahí es que entiendo el enojo, tal como lo hace Abraham al preguntar “¿te indignó que rayen paredes, rompan vidrios y tiren vallas? Ve a la Fiscalía y denuncia. No pasará nada. Eso pasa al denunciar un feminicidio, violación, acoso callejero y otras violencias: nada.”

Uno de los momentos más potentes que experimenté en esa marejada de expresividad y emoción fue el rostro de muchos hombres ante el retumbar de voces femeninas gritando “no más acoso” en las calles de una de las ciudades entre las que he habitado en las que he sido más acosada. No los percibí como rostros de rabia, sino de estupefacción, como quien es sacudido por fenómenos naturales como tornados o terremotos. Todavía puedo sentir el nudo en el pecho y casi me truena la garganta cuando mi voz se incorporó al grito de “por las niñas, por las niñas, por las niñas”. Hoy cuando al levantar la mirada me topé con un “me cansé de tener miedo” pintado con gis en un poste de luz, acudió a mi mente la sonrisa de Majo –feminista radical (de “cambios de raíz”)- pidiendo respetar “las formas y luchas de cada quien”, aún de quienes desaprueban las suyas. Y no puedo negar que aún sin quererlo habría recibido el abrazo inclusivo de los carteles que rezaban “Decidimos ser aliadas”, “La otra mujer es tu compañera no tu competencia” y “Por mí, por ti, por todas.”

Hay muchas cosas de la protesta, del feminismo o simplemente de algunas de las consecuencias de la ejecución o interpretación de una u otra con las que puedo no estar de acuerdo. El uso de la paridad como plataforma política, los oportunismos disfrazados de feminismos, también los purismos sobre qué es y qué no es, quién puede o no puede serlo. Las consignas que hacen que parezca un tema de bandos y que enardecen temor u hostilidad entre los sexos. Algunas reacciones que detonan más rispidez que entendimiento, como “si no te represento” ¿te representan los pederastas, violadores, feminicidas?” Los bloqueos masivos que terminan pareciéndose mucho a la intolerancia.  No siempre lo comparto pero lo entiendo. Entiendo desde dónde, por qué y para qué. Tan lo entiendo que, aunque he cuestionado abiertamente posturas de compas feministas sobre temas o acontecimientos específicos, me lo pensaría diez veces antes de hacer generalizaciones peyorativas sobre “su feminismo” porque soy perfectamente capaz de discernir entre conductas, posturas, personas, teorías políticas, filosofías. Y entiendo lo mucho que puedo fisurar o cohesionar con mis palabras.

Lo que no entiendo es cómo pueden hombres con hijas, madres o hermanas; incluso las propias mujeres, condenar la fuerza motriz que movilizó y paró a un país entero en menos de 48 horas, por un par de formas con las que no coinciden. Mirando con tal reduccionismo la realidad que les rodea. Afirmando que quien para “no es responsable”, “no aporta” “se queja sin hacer” o “renuncia a su fuerza y libertad”. Como si por parar un día no dedicásemos el resto a forjar comunidades más justas, desde el ámbito profesional hasta nuestros modos de crianza. Infiriendo que la movilización se hace desde un sentimiento de superioridad o incluso de “odio” hacia los hombres, como si quienes señalamos conductas, que quien nada debe no tiene por qué ponerse sacos, no tuviésemos esposos, hermanos o padres a quienes amamos y nos aman. Tanto que aprovecharon el paro como día de introspección sobre sus masculinidades. O que aluden como supuesta “vía alterna” optar por una “sociedad de valores” como si el acto de marchar encarnando “las voces de las que ya no están” no entrañara solidaridad o el acto de parar no estuviese plagado de empatía. Uno de los valores más importantes en una sociedad.

Y quisiera entenderlo, porque con aquello que se comprende se puede hacer algo, mientras que lo que no se entiende solo se rechaza y se manotea. Me gustaría entender, porque la verdad es que sí dan unas ganas fuertísimas de evidenciar la ignorancia y pasarles aunque sea la liga de Wikipedia. Me encantaría tener la disposición de quienes desde posiciones más compasivas entablan diálogos eternos con oídos sordos, la lucidez de quienes piden “no despreciarles porque su miedo es el mismo que sentimos nosotras y solo busca la forma de protegerse, igual que nosotras,” o la infinita paciencia que las feministas de todas las corrientes han tenido conmigo y mi resistencia ontológica a auto denominarme feminista, mientras intuyo cada vez más fuerte que no se puede defender derechos ni aspirar al ecologismo sin serlo. Doy un paso atrás para mirar más claro y creo reconocer que nadie nace consciente.

Pensé que estaba enojada porque como dijo un internauta por ahí, al volver del paro mi time line de facebook pareció haberse convertido en excusado. De lo que me he dado cuenta estos días de abstinencia es que no es el enojo la emoción que predomina. Es la tristeza. Un sentir profundamente triste y doloroso me embarga por el hecho de que frente a la descomposición social y el hartazgo que ha llevado a las calles a millones de mujeres de todas generaciones, elijamos invertir tiempo, recursos y energía en una pseudo batalla “ideológica” nivel “memes”, influencers y video clips de 40 segundos con cero sustentos; externando juicios antes de preguntarnos ¿Cómo llegamos aquí?. Por lo menos hacernos preguntas intuitivas como ¿por qué los grafitis no los limpiamos tan rápido? O ¿por qué elegimos repudiar antes que buscar entender o abrir el diálogo? Me pregunto si es parte del problema.

Lo de menos es la falta de entendimiento sobre una corriente de pensamiento que más que negar las dolencias de un género reconoce el trasfondo sistémico, histórico e ideológico de las del otro. La falta de discernimiento sobre ésta y sobre la movilización en donde no todas las que marchan o paran si quiera se consideran necesariamente feministas. O bien el desacuerdo –totalmente válido- que se tenga con aspectos de ellas. Son lo de menos. Lo verdaderamente trágico es que se termine desviando la fuerza, la atención y la intención del objetivo detrás de las exigencias y aspiraciones legítimas. Que el tema sea “qué me representa o no” “cuáles son o no son los modos”,  “si me victimizo o no”, con insaciable sed de razón. Y no sea qué lacera el alma de las mexicanas, qué provoca los índices de violencia que convirtió a nuestro país en foco rojo de la región. Que mientras jugamos luchitas en redes, 20 mujeres hayan sido asesinadas el 8 de marzo y otras tantas sigan siendo vulneradas. Creo que los tiempos exigen que como sociedad tengamos mayor responsabilidad de nuestras opiniones. Y, lo más importante, si en el fondo queremos lo mismo, entornos seguros en armonía, ¿cómo hacemos para generarlos?….. ¿Por qué no estamos discutiendo eso?

Miro hacia atrás en mi propia historia y pienso que posiblemente es más fácil vivir creyéndose una guerra contra los hombres que la incomodidad de revisar las propias creencias. ¿Por qué me molestan tanto las preguntas que están haciendo? ¿Por qué me tomo personales las alusiones a un sistema? ¿De dónde me emana la necesidad de convertir mi diferencia de opinión -que no de objetivo- en militancia? Supongo que incomoda menos adoptar el tono regañón moralmente superior que nos resulta tan molesto en el otro, la otra. Supongo que es más cómodo hablar hacia afuera que hacia adentro. Justo el tema con el machismo como cultura es que nos atraviesa a hombres y mujeres en rincones recónditos del ser sin si quiera darnos cuenta. Y admitirlo es un proceso que inevitablemente te confronta contigo y que requiere chingos de valentía. Me vienen a la mente un par de ejercicios que hice con mi esposo en ese proceso, como caminar detrás de mi rumbo al mercado para que pudiese observar conductas de sus congéneres que no acontecen cuando camina a mi lado o cambiar de roles para poder sentirlos. Algo bien bello que me han regalado algunas alas del feminismo, sin por ello exigirme adherirme a sus filas, son justamente las preguntas incómodas que detonaron un andar auto sanador que, aunque en mi caso es cierto, primero evidenció un angustiante sentir de opresión, poco a poco, fue convirtiéndose en alivio y auto cuidado.

Camino por los pasillos de la Universidad, donde todo empezó para mí. Ahora, como candidata a doctora, en otro tiempo, en otro espacio y desde otro lugar. Entre pancartas y cruces rosas que cuelgan en las puertas de los salones. Me pregunto, ¿qué me dicen?, ¿qué quieren decirme? las más de diez mil mujeres con las que caminé el domingo, que aquel abril, hace cuatro años, eran menos de 100. Recuerdo la sensación de expansión que experimentó mi corazón al leer en el “Y retiemble en sus centros la tierra, al sororo rugir del amor” la posibilidad de otro mundo posible. Otro mundo que no invita a la abolición de lo masculino sino la reivindicación de la femenineidad negada que truncó por siglos nuestras posibilidades de equilibrio y de paz. El calor que sentí cuando después de todas las expresiones de coraje, tristeza, denuncia e indignación, elevose en el cielo un puño tras otro abriendo camino al silencio. Un silencio espontáneo, ordenado y receptivo, de voces que divergen en estilos, formas y creencias, pero coinciden en un anhelo común: por ti, por mí, por todas. Que si es escucha profundo, es también por todos. Un silencio repentino que extrañó igual a los dos jóvenes que miraban burlones desde su balcón que a los señores que a mi derecha asentían con respeto. Que permitía a mente y cuerpo volver a tocar tierra después de la catarsis. Una cosa pensé en medio de ese silencio mientras me preparaba para volver a casa. Así se siente el mundo en el que quiero vivir. Sirva mi testimonio para seguir haciendo de ese mundo una realidad.

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